A mi alrededor veo incertidumbre.
Me siento atrapado en una tormenta; en un torbellino de acontecimientos que ha desbordado el río de mis emociones, en un tornado sangriento y cargado de odio, desfachatez y resentimiento.
Gritos, llantos, ahogos y lágrimas me abruman.
Nado con todas mis fuerzas para no dejarme llevar, pero siento como, en ocasiones, algo que escapa a mi control se empeña en tirar desde mis pies hacia lo más profundo del abismo.
Pero mis recuerdos, antaño tristes, ahora , cargándome de nostalgia e incómoda sabiduría, hacen las veces de escudo protector y me cuidan de todo lo que salpica desde la centrifugadora que agita el mundo que me rodea.
Clavo mis uñas en la belleza, en la paz y en la santísima trinidad del amor: el propio, el carnal y el emocional, aferrándome a todo aquello que, aun por instantes, dibuja sonrisas en mi rostro y me deja ver el Sol que, poco a poco, vuelve a empezar a asomarse por entre los grises nubarrones.
Y aunque me empeño en permanecer en absoluto silencio, mi cuerpo pide ayuda manifestándose contra mí mismo; trato de acallarlo, pero su rítmico malestar me obliga a dejarlo y a dejarme hablar siquiera sea en susurros.
Claro que, después de la tempestad, siempre llega la calma y, por su parte, el tiempo, además de todo curarlo, pone a cada cual en su lugar.
Dios, el karma o los hados del destino, sea cual sea la creencia, proveerán.
Entonces, será el momento de dejar de pelear porque la batalla ya se habrá terminado.
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