Me sentí como el payaso que tiene que salir a escena para enmascarar el accidente del trapecista.
A un lado de la puerta: los servicios de urgencias.
Al otro lado: un niño que no debía enterarse de nada.
Mientras los paramédicos atendían a la mujer de noventa y ocho años que estaba cayendo en un profundo abismo de amnesia y oscuridad, el payaso entretenía al niño para hacerlo ajeno a la situación.
Y así, ocultando la preocupación y el agobio que sentía al saber lo que ocurría al otro lado, tuve que ocultar mi rostro con la máscara de las sonrisas forzadas y pintar una nariz imaginaria sobre la mía.
Le pedí a Alexa que pusiera el último opening de moda, que subiera el volumen por encima del que uso para escuchar música y propuse conversaciones mundanas al niño mientras los vídeos de Tik Tok se deslizaban bajo mi dedo índice a una velocidad adecuada para que sus ojos y sus oídos no pusieran su atención en ningún otro lugar.
Las risas y los bailes no tardaron en surgir.
Una danza en el exterior que respondía a los macabra música que hacían la silla de ruedas por el pasillo, los llantos de los presentes sobre las paredes y la sirena de la ambulancia a través de la ventana.
Una danza en el interior divertida, mal coreografiada y tan inocente e ignorante como el pequeño niño que la llevaba a cabo y que se concentraba en mi voz, en los vídeos y en la música.
Y entonces: silencio.
Un portazo y reinó la calma tras la tormenta. El eco de las voces de hacía apenas unos segundos se contuvo y ahora solo se escuchaba el retumbar de la música al otro lado de la puerta que el payaso había cerrado cuando entró en escena.
- ¿Camino despejado? - pregunté por Whatsapp a mi novia.
- Sí.
Abrí la puerta y el espectáculo pudo continuar.
Yo me sumergí en un mar de ansiedad y locura contenida.
Y, aun alienado, supe que había superado mi misión: el pequeño no se había enterado de nada.